jueves, 13 de abril de 2017

Sábado 25 de marzo.

La mañana iba bien; empezó ajetreada, pero nada que no pudiera disfrutarse. No podría ir al festejo de mi mejor amigo, porque mi salud no era óptima; primera señal. Le llamé para disculparme, y quedamos de vernos en la tarde, para entregarle su regalo; ya que durante ocho años de amistad jamás le he comprado algo, y ya quería hacerlo.

Después ya no; no se pudo. Quedé de salir con otra persona que hace tiempo no veía; que francamente mucha falta me hacía. La cita estaba lista, y parecía que todo estaba perfecto, hasta e el cielo, nuestra vista.

Llegué con retardo, pues el Metro iba lento, había un imprevisto, y todo se había retrasado. Me esperó durante más de veinte minutos; el calor estaba arriba de nuestra cien, ya parecía hasta un insulto.

Decidimos comer pizza; exótica, extravagante y personal; todo combianaba con nuestras ganas de estar. Las horas se nos fueron comiendo, y sin darnos cuenta, de pronto ya estaba lloviendo.

De noche tendría una cita familiar, por lo que no podíamos esperar a que la lluvia decidiera cesar. Salimos del lugar, y caminamos a prisa; mi peinado y maquillaje ahora estaban sobre mis mejillas; tuve que doblar mi pantalón, y ponerme en cuclillas.

Caminamos entre charcos, y todo estaba disparatado. Por primera vez, coloqué mis pertenencias en la bolsa de mano; como si no supiera que hay que tomar precaución ante cualquier aprovechado. Un cruce de calle entre la lluvia y la segunda cita con retardo; un cruce de calle y mi celular estaba en manos de alguien con poco juicio que aprovechó que no tuve reguardo.

Sin maquillaje; sin festejo de amigo; sin cita familiar; sin celular, y ya casi sin ganas de confiar en la humanidad. Así ese sábado 25 de marzo.

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