martes, 13 de febrero de 2018

No creo que sea verdad.

¡Vaya desayuno! Ni siquiera son las seis de la mañana, y el viento helado en mi cara ya me dio "Los buenos días". Nada, comparado con el sobresalto antes de las siete. 

Camino al lado de mi madre; tenemos miedo, pero ella siempre es valiente, siempre va tranquila. Decide acompañarme todos los días como si cuidara del bebé apenas nacido que fui alguna vez. 

La calle se mira desolada, y se escucha el maullar de algunos gatos. Caminamos en línea recta a mitad de la calle... "A esta hora, ni los borrachos andan manejando", piensa mi madre en voz alta. Llegamos al fin, miramos atrás y hay un eco de soledad que inunda la calle.

No es tarde pero llevamos prisa. Mi madre es nerviosa: cuanto antes nos vayamos, mejor. Siempre tomamos tiempo para elegir cuál unidad de transporte tomar, pero está vez ya habíamos dejado pasar al menos tres combis.

"Ya vámonos en esta", dice sin mirarme, y alzando su brazo hacia la carretera. Se detiene el conductor, abre la puerta para que podamos subir. Luces neón al interior, música a todo volumen, el frío, y la mala suerte.

Un hombre sentado justo en la entrada le extiende la mano a mi madre, y la ayuda a subir: "Pásele, seño", dice amablemente respondiendo al "Buenos días, gracias" que ha dicho mi madre.

Me siento junto a la ventana porque no hay otro lugar. Odio realmente este rincón: mis piernas apenas caben, voy apretada. Mamá quedó al lado mío, apretada también. 

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